OPINIÓN: Con el corazón en la maleta

En Loncoche, hay casas donde los calendarios no marcan lunes ni viernes. Aquí, los días se cuentan distinto: se miden en pasajes comprados, en transferencias a mitad de mes, en domingos de regreso y en abrazos que duelen más que alivian. Porque aquí, cada cierto tiempo, alguien parte.
Y no parte por gusto. Parte porque no queda otra.
Porque hay que llenar la despensa. Porque hay cuentas que no esperan. Porque se ama tanto, que se está dispuesto a irse… para que los suyos se puedan quedar.
Cada día, desde temprano, los vemos partir: el chofer que conoce más peajes que plazas; el papá o la mamá que se va a la faena del norte o a la salmonera del sur; el joven que estudió con la esperanza de quedarse, pero tuvo que irse porque aquí no alcanza.
También está ese trabajador silencioso, que se levanta a las cinco de la mañana para tomar el bus a Temuco o más lejos, mientras el pueblo aún duerme. Se va sin desayunar, sin que nadie lo despida. Regresa cuando ya no hay luces encendidas. Como un fantasma que vive entre buses y sueños postergados.
Pero también hay quienes no parten y, sin embargo, llevan el corazón dividido: la abuela que deja el plato puesto por si acaso; el niño que espera el “ya llegué” en el celular; la pareja que duerme abrazada a una almohada que no huele a nadie. Ellos también parten, sin moverse del lugar.
Y duele.
Duele ver cómo se esfuerzan.
Duele que al volver, algunos sean recibidos con frialdad, como si fueran un trámite más.
Duele que tengan que rogar por atención, por una hora médica, por respeto.
Mientras tanto, en oficinas con estufa y café caliente, hay quienes se sientan cómodos, olvidando para quién trabajan. No todos, claro. Algunos llegaron con mérito. Pero otros, por apellido, por amiguismo, por política.
Y eso no se puede normalizar.
Servir a la comunidad no es sellar un papel, ni anotar un número en una libreta.
Es mirar a los ojos al que llega con barro en los zapatos y esperanza en la espalda.
Es entender que detrás de cada trámite hay una historia de esfuerzo, una familia entera, un corazón cansado.
Esta columna es para ellos:
Para quienes madrugan cuando la ciudad duerme.
Para quienes vuelven de noche sin que nadie los vea.
Para quienes esperan con los brazos abiertos.
Para quienes sostienen a esta comuna sin cargos, sin aplausos, sin privilegios.
Para quienes hacen patria lejos de casa.
Porque si hay algo que mantiene vivo a Loncoche, son ellos:
Los que parten… y los que, con sus historias, siguen recordándonos de dónde venimos.
Esos, aunque se vayan, nunca dejan de volver
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