OPINIÓN: Loncoche: cuando acostumbrarse al abandono duele más que el abandono mismo

By on 13 julio, 2025

Por Alexis Navarro Aburto, Ingeniero

Hay ciudades que uno no solo recorre: las lleva tatuadas en el alma. Loncoche es una de ellas. Vive en los recuerdos, en los afectos, en la infancia de muchos. Está en el olor a leña mojada que anuncia el invierno, en los saludos sinceros en la calle, en las tardes de juegos en plazas que hoy yacen vacías, sin risas.

Pero hay algo más difícil que aceptar la carencia: acostumbrarse a ella.
Y eso… duele.
Duele con esa tristeza silenciosa que aprieta el pecho y deja sin palabras. Porque no es solo lo que nos falta: es todo aquello que dejamos de reclamar porque nos rendimos sin darnos cuenta.
Nos hemos ido resignando. Y esa resignación, es una herida que se abre cada día un poco más.

Hace poco llevamos a mi padre al hospital. Un accidente cerebrovascular. Cada segundo contaba. Pero no hubo manos cercanas, ni apremio, ni urgencia. Solo una sala de espera. Horas de espera.
Silencio.
Y cuando llegó la atención, ya habían pasado horas y su condición empeoraba. El daño estaba hecho.
Y no fue solo mi padre.
Fue también esa escena que se repite: personas mayores sentadas por horas, solas, vencidas por el cansancio y el frío, esperando como si su vida importara menos.
Aquí, ni la urgencia se mueve con urgencia.

Y entonces uno se pregunta:
¿En qué momento Loncoche pasó de ser una ciudad con alma, a ser una ciudad que sobrevive?

Un par de médicos son , muchas veces, el único rostro de la salud para cientos de personas. No por vocación heroica, sino porque nadie más llega. Porque no hay razones reales para que un profesional quiera quedarse.
¿Quién construye su vida donde no hay esperanza?
Así, la salud se convierte en un muro de espera. En un dolor que se acumula.
Deja de ser derecho. Deja de ser alivio.
Y se convierte en desgaste. En resignación.

Mientras otras comunas cortan cintas de hospitales nuevos, nosotros contamos containers. Oficinas improvisadas. Promesas que llegaron “por mientras” y se quedaron para siempre.
Aquí, lo transitorio se vuelve costumbre. Lo indigno se normaliza.

Y no solo duele la salud. También duele mirar a nuestros niños.

En las escuelas rurales, los pupitres se enfrían, los alumnos disminuyen. Niños que aún con frío y sueño esperan un furgón que este semestre no tiene ganas de pasar. Se paran al borde de la carretera como si el sacrificio fuera parte de su educación.
Y lo hacen sin reclamar. Solo esperan…

Las salas apenas se calientan con lo que queda de una estufa vieja. Pero ahí están los profesores y asistentes de la educación.
Llegan antes que todos. Prenden el fuego. Preparan la clase. Enseñan con el alma y con lo que hay. Con las manos vacías y el corazón lleno de compromiso.
Porque saben que si ellos bajan los brazos, nadie más sostendrá esa llama.

Y los liceos… cuánta pena cargan. Techos con goteras. Materiales que no alcanzan.
Pero también jóvenes que quieren aprender, que sueñan con otro futuro.
Y docentes que hacen lo imposible para sostener lo poco que queda.
Porque aquí, estudiar es un acto de resistencia.

Y los jóvenes se van.
No por falta de amor a su tierra, sino por falta de oportunidades. Porque Loncoche no les ofrece futuro: solo les pide paciencia, silencio y aguante.
Y se van… con la tristeza de quien deja algo amado.
Y con la esperanza rota de quien ya no encuentra motivo para quedarse.

Y lo más duro… es que ya no duele como antes.
Porque nos enseñaron a no esperar.
A decir “así es no más”.
A celebrar una calle nueva o parchada, como si fuera una obra histórica.
A aplaudir lo mínimo. A callar lo injusto. A vivir con lo que hay.

Pero no. La dignidad no puede ser una excepción.
La salud, la educación, el trabajo no son favores del Estado: son derechos.
Y en Loncoche, los merecemos tanto como en cualquier parte de este país.

No escribo esto para atacar.
Lo escribo porque no quiero acostumbrarme.
Porque no me resigno.
Porque todavía recuerdo el Loncoche de antes:
El de las escuelas llenas, liceos de excelencia, las plazas vivas

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