Opinión: ¡Ni un golpe más en la sala de clases!

Por Sebastián Méndez Pineda
El pasado miércoles 28 de mayo no fue un día cualquiera. Fue una jornada oscura en el Liceo Bicentenario Padre Alberto Hurtado Cruchaga, una institución que alguna vez representó seguridad, crecimiento y orgullo para muchas familias, y que hoy, por omisión o falta de reacción, dejó una herida que no solo marca el rostro de un joven, sino la conciencia de toda una comunidad.
Ese día, un estudiante de 16 años fue brutalmente agredido por otro alumno de 15 sin razón aparente. La víctima terminó con golpes en la cabeza, moretones en el rostro y sus lentes completamente destrozados. Lo indignante es que no hubo ningún adulto presente en el momento de la agresión. El joven, acompañado únicamente de un compañero, tuvo que caminar solo hasta portería para buscar ayuda.
¿Qué habría pasado si los golpes hubieran sido más graves?
¿Qué habría pasado si, en vez de una golpiza, hubiera sido un acto con consecuencias irreversibles?
Estamos hablando de un menor de edad, en un espacio que, por ley y por principios, debe resguardarlo. No se trata solo de una “pelea de estudiantes”, ni de un “problema entre jóvenes”. Se trata de una falla grave en la supervisión, en el acompañamiento, en la prevención. Se trata de una violencia real, física, concreta. Se trata de una familia rota por el miedo, de un joven que no ha podido volver al aula, de una comunidad que empieza a sentir más inseguridad que confianza en sus espacios educativos.
La protección de la niñez y la adolescencia no significa impunidad. No significa que se deban esconder los hechos bajo la alfombra ni restarle importancia a lo que sucedió. Por el contrario, precisamente porque estamos hablando de menores, el deber de actuar con responsabilidad es aún mayor. Cuando se forma parte de una comunidad educativa, también se forma parte de una red de resguardo mutuo. Y esa red, en este caso, simplemente no funcionó.
¿Cómo se espera que una víctima sienta la confianza de volver a estudiar en el mismo lugar que lo dejó solo cuando más lo necesitó?
Esta situación debe alarmarnos profundamente, porque no es un caso aislado. la violencia escolar ha ido en aumento. Y no es solo emocional, como algunos prefieren enfocarlo. Es violencia física, directa, violenta. Son empujones que terminan en fracturas. Son combos que terminan en moretones. Son agresiones que, por desidia o burocracia, no reciben la atención que merecen. Y esto no se resuelve con campañas vacías ni con posters de “buena convivencia”. Se resuelve con presencia, con vigilancia activa, con equipos preparados, con protocolos reales y aplicados, con apoyo psicológico y contención oportuna. Y, sobre todo, con consecuencias claras.
No podemos normalizar que la violencia forme parte del paisaje escolar. No podemos aceptar que la seguridad de los estudiantes quede a la suerte del momento. No podemos permitir que la única justicia que reciba un joven agredido sea el silencio.
Lo que está en juego aquí no es solo la reputación de un liceo ni la imagen de una dirección. Lo que está en juego es la fe que las familias ponen día a día cuando dejan a sus hijos en manos del sistema educativo. Y si esa fe se pierde, si esa confianza se resquebraja, el daño es profundo y difícil de revertir.
Como estudiante, como miembro activo de esta comuna, como joven, no puedo callar. Porque el dolor de ese estudiante puede ser el de cualquiera. Porque lo que pasó hoy le puede pasar mañana a un hermano, a un amigo, a mí. Y porque creo firmemente que el silencio, en estos casos, no solo es cómplice: es imperdonable.
A las autoridades educativas, a los directivos, a los docentes, a los asistentes de la educación: ustedes tienen una responsabilidad moral y profesional con cada uno de los niños y jóvenes que pisan una escuela. No se les pide heroísmo, pero sí compromiso. No se les exige perfección, pero sí humanidad. Mirar hacia el lado no puede seguir siendo una opción.
A la comunidad entera: no dejemos solos a los jóvenes que sufren violencia. No normalicemos lo inaceptable. No permitamos que los golpes sean parte de la rutina escolar. Exijamos, sin miedo, que las instituciones respondan, que los agresores enfrenten consecuencias formativas reales, y que las víctimas sean acompañadas y reparadas como merecen.
Porque si hoy no levantamos la voz, mañana estaremos contando la misma historia con otro nombre, otro rostro, otro silencio. Y ya es suficiente.
¡Ni un golpe más en la sala de clases!. ¡Ni uno solo!
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