OPINIÓN: Los ríos y la civilización: una mirada desde el Estero Loncoche
Por Desiderio Millanao Antilef – Ingeniero Forestal

Desde los orígenes de la humanidad, los ríos han sido las arterias de la vida y de la civilización. Entre el Éufrates y el Tigris floreció Mesopotamia, la cuna de la escritura, la agricultura y las primeras formas de organización social. Recuerdo que fue en las clases de historia, en el liceo de mi pueblo —hoy Liceo Alberto Hurtado—, donde por primera vez escuché hablar de estos ríos y comprendí que la historia de las civilizaciones comienza siempre junto al agua.
También el Nilo, en Egipto, fue el gran organizador del tiempo y la vida: sus crecidas marcaban las tres estaciones —crecida, siembra y cosecha— que daban ritmo al trabajo y al espíritu de un pueblo entero.
Más al oriente, entre el río Yangtsé y el Amarillo, en China, la actividad mercantil que se desarrollaba en los tiempos de Marco Polo —según relató en sus viajes— era más grande que en toda Europa. El Guadalquivir, inmortalizado en los versos de Federico García Lorca, dio identidad a Andalucía; y el Rin y el Danubio inspiraron piezas musicales que aún hoy evocan la fuerza y el misterio del agua.
En Chile, el río Mapocho, conocido y relevado desde tiempos de la Colonia, no ha alcanzado el sitial que le corresponde, reducido muchas veces a su dimensión hidráulica, sin reconocer su valor cultural y urbano.
En todos estos casos, los ríos no solo fueron cauces de agua, sino escenarios donde la humanidad aprendió a convivir, comerciar, producir y crear. A sus orillas se desarrollaron lenguajes, técnicas, religiones y artes. Los ríos fueron los primeros caminos, las primeras fronteras y, a la vez, los primeros vínculos entre pueblos. Ellos marcaron el ritmo de la vida, inspiraron la imaginación y dieron sentido al tiempo.
Nuestra Historia
Esa historia universal tiene resonancias en cada territorio, incluso en los más pequeños.
El Estero Loncoche, que rodea a la ciudad y la acompaña silenciosamente, guarda en su escala íntima la misma lógica civilizatoria: unir, ordenar y dar vida. A través de sus aguas se organiza la ciudad, se regulan los flujos y se conecta la historia local con los procesos naturales que le dieron origen.
Las obras fluviales que hoy se ejecutan en el estero representan una versión contemporánea de esa relación antigua entre humanidad y agua. Son el modo actual de seguir dialogando con el territorio. Cada muro, cada encauzamiento y cada pasarela no solo cumplen una función técnica: también son expresiones de una voluntad colectiva de convivir con el agua y no contra ella, de reconocer que el bienestar de la ciudad depende del equilibrio con su entorno natural.
Nueva forma de desarrollo
Así como los grandes ríos impulsaron civilizaciones, los esteros también pueden ser semillas de una nueva forma de desarrollo local, más consciente, más sostenible y vinculada a la identidad de cada lugar. No se trata de comparar magnitudes, sino de reconocer equivalencias simbólicas: lo que fue el Tigris para Mesopotamia o el Guadalquivir para Andalucía, puede ser el Estero Loncoche para esta comuna, si aprendemos a mirarlo con respeto, conocimiento y sentido de pertenencia.
Porque no es el tamaño del río lo que determina su grandeza, sino la profundidad del vínculo que las comunidades establecen con él. En ese vínculo se juega no solo el paisaje, sino también la cultura, la economía y la forma de entender el futuro.
Si el Éufrates y el Tigris fueron la cuna de imperios, el Estero Loncoche puede ser la cuna de una nueva manera de habitar el territorio: una civilización local, nacida del trabajo, el respeto y el diálogo con el agua.
Ese es, al fin y al cabo, el propósito más profundo de toda obra fluvial: recordarnos que el agua no solo se contiene, también se comprende.
Tercera columna de la serie “Derivaciones territoriales desde las obras fluviales de Loncoche”.













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